Lectores

El Clave bien temperado

Parte 4. Conciertos para violín


¿Por qué saliste huyendo de mi orilla?
—Conciertos para violín—

Cuajado de rubíes y amatistas,
languidece el ocaso de esta tarde:
instante reflexivo,
quietud del cosmos que palpita.
Se ciernen los segundos sobre el quicio de un lirio,
se licua cual sonrisa tenue,
empapada de zumo de granada,
anhelando anudarse al cuerpo del amado:
ser parte del ser,
ser fusión de volcán y de caricias,
ser explosión del ansia vertical.
Mas la mirada turbia del amante
anuncia la agonía de la noche:
la pesadilla atroz del abandono.
¿Por qué saliste huyendo de mi orilla?
¿Por qué tu negra ausencia me persigue?
¿No ves mis lágrimas perdidas?
¿Es que es posible esta estocada, Amado?
Miro a la noche sin fanales y no veo sino
tu ausencia, amor, de mi costado.
Anhelo, busco, lloro, grito, ansío,
que tu presencia, Amado, me ilumine
y por respuesta nada, nadie… ausencia sólo…,
sólo el silencio infinito de la noche.
En la espesura busco tu mirada
o su recuerdo o el eco de tus ojos;
pero la densa sombra engulle mis deseos,
me devuelve un vacío o un abismo.
Anhelo el fuego de tu iris,
tu caricia de llama en mi deseo.
Te persigo sin brújula buscando aquellas huellas
por ver si encuentro, al menos, tu recuerdo.
Como un intenso beso de tus labios,
se acerca la dama del oriente,
sus pasos como cantos alegres de tu boca;
mi mente enceguecida, encarcelada
no entiende el elevado alcance de tal vuelo,
la nueva que me acercan tus fieles mensajeros.
Entiendo vuestras voces, comprendo las palabras,
pero aún es de noche en mi cerebro
y un muro de saberes que no importa
esconde el manantial de vuestra risa
e impide que se sane este dolor
y evita que la luz me inunde…
Ya amanece, ya albea, en mis labios tus besos,
desgarran este velo que me oprime.
Arranco, corro, vuelo, ya soy viento
tras el Amado, en pos de su latido.
Y se abren los senderos detrás de las canciones,
sé que está a vuestro lado, estoy seguro…
Arranco, corro, vuelo, ya soy viento
de vuestros corazones
pues ya soy un pedazo de la orla de la brisa
tras el Amado, en pos de su latido.

ORLA

“Su espíritu estaba tan embebido, acaparado por su arte que, a veces yo tenía la sensación de que no nos veía, ni nos oía, como si no existiéramos, aunque nunca dejaba de tratarnos con bondad. Pasaba unos momentos horribles cuando le veía sentado en su sillón, rodeado por mí y por nuestros hijos, entregados a nuestras ocupaciones y sin embargo, presentía que estaba solo por encima de nosotros; junto a nosotros y, no obstante, solo, como abandonado. (…). Los grandes son siempre solitarios, por eso son grandes y están emparentados con el Altísimo.”

(“La pequeña crónica de Ana Magdalena Bach”).