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El Clave bien temperado

Parte 2. Suites para violonchelo. 1


Un eclipse lunar borra la noche
—Suites para violonchelo 1 y 2—.

Los problemas acechan el horizonte como nubes del ocaso…¿O son monstruos que despedazan almas partiendo el arrebol de una sonrisa? Mi espíritu se torna lapislázuli: frío sueño de azul cobalto. Silenciosos, mis ojos desentrañan el crepitar de la madera, y el declinar lluvioso de la tarde, y el dolor sin final por tanta ausencia.
Han muerto las palabras: cadáveres en mitad de una sonrisa.
*
Un eclipse lunar borra la noche. Germina una sensación de helor, de herida...
El tictac del reloj se desmorona ante el abismo del osario que sufre el silencio del olvido.
Puedo esculpir palabras, pero serían oquedades en la entraña de un sepulcro… No tengo explicación para el dolor, para cualquier dolor: ni el de la especie, ni el de tu ausencia atormentándome.
*
Mis versos crujen al reptar de una serpiente, gritan como arroyo de hielo dentro de mis entrañas…
Y lo demás es farsa.
Mi sonrisa es pozo amargo, como la sonrisa de un payaso. Su fortaleza es arena temerosa del soplo de la brisa; su solidez, decapitada estatua de héroe muerto, su salud de piedra, indolencia de hoja de otoño, su arrojo, feroz carrera a nada.
*
Galopa el tiempo, frenesí de manecillas a lomos de huracanes. Las prisas nos enredan, como murciélagos, en latidos que desmoronan el compás de la tarde… alrededor estruendo y confusión, bullicio y cláxones, ceguera y arritmia; el autobús escapa con mi ausencia; la ciudad sin ojos me fagocita…
*
Antes que la noche nos envuelva en sus pestañas como olas, mil fogonazos cegarán mis pupilas, aturdirán mis pensamientos ahítos de ansiedades y prisas, agobios y apariencias, cláxones y bullicio, empujones y frenazos, insultos y zancadillas: batahola de máscaras sin luz…, y miradas que siempre miran más allá, más lejos: evitando acunar este presente...
Se ovilla el mundo inerme, girola de vacío ruidoso y de nada recubierta de oropeles. En el alma se cuela la tristeza, como una lágrima acunada por estrellas. Mi pupila de melancolía recorre todo cuanto hiere mi retina: aristas como dagas, cielos como plomo, huracanes como caníbales, lluvias como plagas, tragedias, injusticias, oprobio, miedo, miseria, hambre, muerte...
*
Mas, si vuelvo mis ojos donde mi corazón susurra, otearé el peor de todos los paisajes: el hielo lo asedia, me hiere su frío azul cobalto: cuchillo con garras, vendaval de alfileres, escarcha congelada.
Columbraré páramos sin horizonte o desiertos sin sombra regados por esqueletos de flores marchitas, osarios calcinados durante la helada cuya sonrisa de vampiro pudre el agua; alentaré eterna noche, eterno helor de cadáveres, silencio de espectros.
Descubriré la verdadera entrada del infierno: muerte y vacío, desolación y nada.
*
Paseo acompañado por mi sombra dentro de la matriz de este bosque de plata para que la tristeza que me invade y me corroe y me destroza, huya de mis entrañas doloridas, —veloz ciervo por fiera herido—. Entre tanto, me asomo a los recuerdos: descubro nuestros ojos contemplando —enamorados, enlazados, uno—, el ocaso que besa el espejo de oro de las hojas, en el instante previo a su deliquio; entonces la ilusión vestía de ámbar nuestras mirar sediento de su imagen.
*
La soledad, ahora, me acompaña en el paseo por este bosque, recordado apenas, y no entiendo por qué aquel halo deshizo para siempre su destino, rompió su paso de algodón, e hirió de muerte al amor.
Difuminando el orto, desde oriente, se acercan ilusiones cabalgando a grupas de unicornios de cristal. Me acarician  sus dedos como cálidos pétalos de rosas, calman la fiebre ardiente que me aturde. Aunque la intensidad de los colores no sea nítida, aunque no vibre como al mediodía la luz en vertical canto, es suficiente el tono de esperanza susurrando a lo lejos. Aunque viva con este sufrimiento, aunque cierta angustia sea mi sombra, deseo que los demás lean en mi mirada el horizonte en resplandor, que columbren el futuro luminoso a través de mi pupila.

ORLA

“Su espíritu estaba tan embebido, acaparado por su arte que, a veces yo tenía la sensación de que no nos veía, ni nos oía, como si no existiéramos, aunque nunca dejaba de tratarnos con bondad. Pasaba unos momentos horribles cuando le veía sentado en su sillón, rodeado por mí y por nuestros hijos, entregados a nuestras ocupaciones y sin embargo, presentía que estaba solo por encima de nosotros; junto a nosotros y, no obstante, solo, como abandonado. (…). Los grandes son siempre solitarios, por eso son grandes y están emparentados con el Altísimo.”

(“La pequeña crónica de Ana Magdalena Bach”).